Si bien es cierto que en el mundo de la Ciencia debemos estar siempre abiertos a que teorías que tomamos por ciertas sufran algún que otro traspiés, existe un tipo de afirmaciones que nos cuesta mucho más que el resto establecer como definitivas. Me refiero a aquellas que explican como fueron los orígenes de ciertas formas del universo. Nunca hemos cesado de preguntarnos “¿cómo fue el origen del hombre?”, “¿cómo fue el origen de la vida?”,” ¿y de la Tierra?”, “¿y del universo?”…
Sobre el origen del hombre parece existir un claro consenso y, al margen que de vez en cuando aparezca algún antiguo tatarabuelo fosilizado que nos confunda un poco, parece no haber duda alguna de como sucedió. El origen de la vida parece que contiene uno de esos puntos en los que, al igual que ocurre con el origen del universo, tenemos una borrosa interrogación justo en el momento inicial que mantiene a los científicos tirándose de los pelos. Para algunas de estas preguntas ya hemos obtenido respuestas bastante firmes, en cambio sobre otras aún se nos escapa algún sutil detalle. No es de extrañar que, desde la propia comunidad científica, este tipo de cuestiones estén en tela de juicio constantemente, puesto que no hemos podido ser testigos directos de ninguno de estos sucesos. ¿O si?
Hay un tipo de origen del cual si hemos podido ser testigos, cierto que no del nuestro, pero si de similares. Me refiero al origen del Sistema Solar, y aunque también ha pasado por múltiples hipótesis, a día de hoy ya tenemos bien formulada la que parece estar en el camino correcto.
La teoría nebular fue propuesta en 1644 por Descartes, y perfeccionada de manera independiente tanto por Pierre-Simon Laplace, como por Immanuel Kant. Esta teoría propone que el Sistema Solar se formó a partir de una enorme nebulosa protosolar en rotación, la cual evolucionó de tal forma que la mayoría de la masa se condensó en el centro dando lugar a la formación del Sol, y a partir de los pequeños grumos que quedaron alrededor y que fueron colisionando y agrupándose progresivamente, se formaron los planetas.
Cuando Isaac Newton pensaba en el Sistema Solar y en como todos los planetas giraban prácticamente en el mismo plano y dirección de la elíptica, se sentía bastante confundido. Para él, el estado natural de las órbitas debería haber sido más desordenado, como el de los cometas que atravesaban el sistema solar con todo tipo de direcciones y sentidos. Newton terminó atribuyendo este orden tan perfecto, con el que los planetas se alineaban y giraban, a una colocación divina. Pero que los planetas terminaran orbitando todos en el mismo plano, dirección y sentido se debía al achatamiento provocado por la rotación de la nube al contraerse por la fuerza de gravedad.
Actualmente se han observado multitud de estrellas acompañadas de estos discos protoplanetarios, lo que ayuda a confirmar de una manera bastante directa esta teoría. Un tipo de estrellas que suelen observarse acompañadas de estos discos, son las llamadas estrellas T Tauri. Jóvenes estrellas aproximadamente dos veces menos masivas que nuestro Sol, que aún no han entrado en lo que se denomina secuencia principal. Otro tipo de jóvenes estrellas, con masas entre 2 y 8 veces la del Sol, que también, aunque de más difícil detección, suelen estar rodeadas de este tipo de discos, son las estrellas Herbig Ae/Be. Y no son las únicas.
Otros distintos tipos como la estrella Beta Pictoris, situada en la constelación de Pictor a tan solo 60 años luz de distancia de nosotros, también posee un disco protoplanetario.
El estudio de estas estrellas nos ofrece la posibilidad de, indirectamente, viajar al pasado y ser testigos de los procesos que llevaron hace unos 5.000 millones de años, a una nube totalmente caótica, a formar nuestro ordenado y preciso sistema estelar.
Santiago Carmona, estudiante de Ingeniería Informática